Acostumbra la opinión pública (o al menos la mayoría de la opinión publicada) a cebarse con los temas estrella de cada corta temporada, es posible que cuando estas líneas aparezcan tengamos entre manos otros asuntos, igual de aburridos y previsibles, que parecerán rabiosamente novedosos para un público más acostumbrado a consumir noticias que a analizar y contrastar las informaciones.
No obstante la efímera vida de las noticias, nadie podrá negarnos que la saga sobre el dudoso máster universitario de Cristina Cifuentes representa, junto a una pequeña sustracción en un supermercado por valor de 40 €, efectuada en 2011 y difundida ahora por los suyos como fuego amigo para forzarla a dimitir, el culebrón de más éxito en los últimos meses. A estas alturas pocos detalles quedan por ser del dominio público; todo el mundo está al tanto de los procedimientos académicos, del funcionamiento de los tribunales examinadores, de la informatización de las notas, etc. Ha sido tan demoledora la reacción de las redes sociales que muchos otros cargos públicos se han apresurado a borrar de sus perfiles y biografías alguna carrera que no llegaron a terminar y más de un título añadido para adornar su currículo.
Por supuesto que mentir en el perfil profesional está mal, y que falsificar titulaciones oficiales está peor y encima es delito. Tampoco vamos a defender que quien no lo necesite para comer robe en grandes almacenes. Eso es evidente y en otros países provoca la dimisión inmediata de cualquier cargo oficial. Pero estamos hablando de España, donde estos mismos políticos (u otros muchos de sus respectivos partidos) se han visto salpicados por casos de corrupción, tráfico de influencias o malversación de caudales públicos, sin que dichos escándalos hayan levantado la polvareda ocasionada por el máster falso y el pequeño hurto de la presidenta madrileña.
Otro aspecto, en el que tampoco nos hemos parado a reflexionar mucho, es el del excesivo valor social que le otorgamos a los diplomas universitarios en nuestros tiempos. Si en otras épocas eran los títulos nobiliarios los que se citaban en las presentaciones, y hasta se mostraban en las fachadas de los palacios, hoy su lugar lo ocupan las titulaciones. Y no solo en el campo profesional (donde sería relativamente comprensible) sino en la vida común y, mucho más todavía, en la política.
Resulta curioso que las carreras pesen más que la experiencia, la honradez o la generosidad a la hora de proponer o votar a un candidato para cualquier cargo político. Pase que un responsable de finanzas necesite dominar las ciencias económicas o que en una consejería de sanidad vaya mejor un buen médico. Pero de ahí a esa ostentación rimbombante de diplomaturas va un abismo.
La verdadera sabiduría y la capacidad de trabajar por el bien común no las dan con un máster, por muy cotizados que estén los de Oxford o Harvard. Nuestra historia nos ofrece ejemplos muy prácticos, pues a pesar de que Federica Montseny o Joan Peiró (por poner un par de ejemplos) no tuvieran las carreras hoy consideradas imprescindibles para ocupar los ministerios de Sanidad o Industria, lo cierto es que supieron rodearse de buenos equipos y lograr excelentes resultados en los pocos meses que permanecieron en los cargos. Y encima no se llevaron un duro.
Parece que esta titulitis aguda que nos aqueja nos induce a condenar con más indignación el hecho de que nos mientan sobre las notas en los exámenes que la práctica de robarnos derechos y recursos.
Antonio Pérez Collado
CGT