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El desigual progreso de la izquierda progresista

Antonio Pérez Collado

Artículos Perecederos

Algunas especies de cangrejos caminan hacia atrás. Al menos desde el punto de vista humano; porque seguramente estos crustáceos consideran que se trata de su particular forma de avanzar. En el panorama político español de los últimos años parece que también se ha instaurado este modo de caminar sin que se note que, en realidad, vamos retrocediendo.

Enterrado el marxismo (por unos en el congreso de Suresnes, por el resto tras el desmoronamiento del bloque del Este) y superada la socialdemocracia por el pregonado “fin de la historia”, la izquierda clásica se ha visto libre de la carga ideológica que le ataba a un pesado pasado de internacionalismo y lucha de clases.

La caída de la URSS y todo lo que representaba ese espejismo para los desheredados del mundo, dejó como modelo triunfante de economía al capitalismo desarrollista y explotador, representado a finales del siglo pasado por los EE.UU. y ahora también por alguna nueva potencia (como China o Rusia) que se han adaptado sin complejos al modelo capitalista. Algunas economías socializadas incluso han realizado  esta conversión al credo capitalista sin renunciar a la bandera roja y a la hoz y el martillo (Vietnam, Cuba o la propia China).

En Europa occidental los partidos comunistas se han disuelto como azucarillos en el agua (salvándose, a duras penas, Portugal y Grecia) y los socialistas o han corrido parecida suerte (Italia y Francia) o han acometido tales transformaciones que resulta complicado encontrar una cierta continuidad con su devenir histórico (aquí el caso más significativo podría ser el PSOE, a pasar de mantener estas siglas). Y no es que falten motivos para criticar el papel del partido socialista español durante el período de la II República, por ejemplo, pero no hay comparación posible entre el partido socialista de la huelga general de 1917 y el de “OTAN de entrada NO” de 1986.

Aunque cuando los líderes socialistas (o lo que sean) se vienen arriba en los mítines y sacan a relucir el glorioso pasado del partido que fundara Pablo Iglesias, lo cierto es que se sienten más en su salsa cuando se definen como progresistas. Como progresistas presentan sus programas, sus gobiernos, sus alianzas… Todo por el progreso, pero ¿qué progreso y para quién? 

Resulta tan acogedor el término progresista que hasta experimentados militantes del marxismo-leninismo han acabo reclamándose de esta nueva y más maleable doctrina. Aunque en algún caso sin desprenderse del todo de viejas prácticas estalinistas a la hora de moverse y maniobrar por las organizaciones y plataformas.

Desde luego que para la clase trabajadora lo del progreso cuesta entenderlo si tenemos en cuenta las pérdidas acumuladas de poder adquisitivo de los salarios respecto al incremento acelerado de los precios de la cesta de la compra y la vivienda, la injustificable pervivencia del despido barato y las insuficientes prestaciones por desempleo, la continuidad de unas pensiones mínimas y un SMI muy alejados todavía de lo que son las necesidades reales.

No parece muy revolucionario tampoco que no se hayan querido eliminar, después de más de cinco años de gobierno progresista, toda una serie de pactos y leyes que se ha demostrado eliminaban o recortaban derechos y libertades: ley Mordaza, reformas laborales del PP y del PSOE, pacto de Toledo y el retraso a la edad de jubilación, privatizaciones de lo público (sanidad, educación, vivienda, residencias de mayores, servicios sociales y cultura).  

Han sido las grandes empresas y la banca los sectores que han multiplicado sus beneficios (sin que los nuevos y simbólicos impuestos implantados por PSOE y Podemos hayan interferido apenas en esa constante trasferencia de riqueza de las capas populares a las castas más adineradas. Repsol, Iberdrola, Telefónica, Endesa, Naturgy, BBVA, Santander, Caixabank y los grupos empresariales de Amancio Ortega, Juan Roig, Florentino Pérez y Rafael del Pino (por poner solo los nombres más conocidos) incrementan sus ganancias al mismo tiempo que sus plantillas se ven reducidas o sustituidas por subcontratas.

Con independencia de que los medios del sistema nos presenten a diario una realidad de restaurantes llenos, playas abarrotadas, calles y centros comerciales a reventar y millones de españoles saliendo de puente, la realidad es que hay otras muchas familias que no llegan a fin de mes, que pierden su casa, que no salen de la precariedad aunque encuentren trabajo, que se imponen los pisos compartidos y las habitaciones de alquiler (como en los años 60) y que esos millones de ciudadanos de a pie —a los que los progresistas presumen de ayudar a avanzar— cada día tienen más dificultades para acceder a una vivienda digna, a una sanidad eficaz, a una enseñanza de calidad o a una residencia decente para sus mayores.

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