Constantemente estamos recibiendo señales directas e indirectas de la necesidad, cuando no la
obligación, de comprar. Si nos paramos dos minutos y recorremos todos los meses del año, podemos
observar que hay campañas “especiales” para casi todos y cada uno de ellos. Y en los dos restantes,
nos bombardean con la campaña “sin IVA” o la del “2×1”. No nos dejan momento alguno de pausa o
reflexión para analizar la diferencia entre lo necesario y lo excesivo, priorizando la individualidad frente
a lo colectivo.
Hemos permitido que la sociedad, la familia y la felicidad tengan un vínculo directo con la maquinaria
inagotable del consumismo: nos hemos convertido en consumidores recurriendo a lo peor de nuestra
condición humana. Todo aquello relacionado con la felicidad, la alegría, la amistad… (sentimientos
que pueden llegar a crear endorfinas en nuestro cuerpo) se acompaña y asocia con el primer impulso
del consumo, empujándonos a seguir consumiendo, haciéndonos creerel falso espejismo de sentirnos
bien. Cuanto más, mejor: somos mejores amigos, más alegres, más felices…
Observando el calendario de las campañas de consumo que el sistema nos marca, nos damos cuenta
que cargamos con una rutina de consumo masiva donde la relación con las personas que queremos
nos invita de forma reiterada a gastar dinero. Desde las rebajas de invierno de enero, hasta la navidad
a final de año, pasando por las rebajas de julio, San Valentín, el día del padre, de la madre…
Continuamente estamos sumergidas en campañas de consumo en las que el sistema nos conduce a
gastar, y donde lo necesario y lo consumido caminan creando dos líneas en paralelo que raramente se
tocan.
Si nos paramos a ver las estadísticas, comprobamos que en el año 2021 el riesgo de pobreza ha
aumentado casi en un punto en comparación al 2020, rozando el 28%. Es decir, más de trece millones
de personas se encontraban en riesgo de pobreza y/o exclusión social en 2021, y 4,8 millones de esas
personas ya vivían en situación de pobreza severa.
El trasfondo de todo esto no es sólo la insatisfacción que se genera en las personas y en las familias,
sino, además, la destrucción de ese pequeño comercio de barrio al que se solía acudir, la destrucción
de la venta cercana, mucho más saludable, ecológica y responsable; generando con ello el crecimiento
y el enriquecimiento de los grandes magnates del sector en el que ni se cuida la calidad del género
que se consume ni se cuida al cliente y, lo más preocupante desde el punto de vista sindical, tampoco
se cuida a las personas trabajadoras del sector, sobre las que recae una precariedad imperante con
horarios lejanos a la conciliación, aperturas de festivos obligatorias, salarios ínfimos y unas
condiciones laborales indignas.
Aún está en nuestra mano revertir esta situación, cambiando la tendencia que desde hace décadas nos
empuja a diario a caer en el consumismo indiscriminado y decir basta a un peligro sistémico en el que,
una vez más, quien más pierde es la clase trabajadora.
Por todo ello, antes de comprar, ¡piensa!