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Viejas recetas para la nueva normalidad

La crisis que estamos pasando y, mucho nos tememos, de la que tardaremos bastante en salir era una buena ocasión para reflexionar y dar un giro radical al modelo económico y social dentro del cual la mayoría parecía estar a gusto, o al menos se resignaba por miedo a las incertidumbres. Sin embargo el coronavirus ha puesto en evidencia la fragilidad de un sistema que iba de triunfador invencible y nos ha dejado al descubierto todas las carencias que el capitalismo nunca tuvo la intención de cubrir.

Si esta crudeza de la realidad se ha hecho patente en todo el mundo desarrollado (en el subdesarrollado ya lo era mucho antes), en nuestro país las consecuencias de la crisis van a ser más drásticas y duraderas por las peculiaridades de nuestro panorama económico y productivo. Con una legislación laboral más propia del siglo XIX que del XXI, con un tejido industrial sacrificado con las reconversiones de los sectores antaño pujantes y con la agricultura y ganadería en franco retroceso frente a las multinacionales de la agroindustria, era previsible que nuestro tejido social resultase más frágil que el del entorno europeo. Fiarlo todo en el turismo y los servicios no ha sido un gran acierto.
Si a esto añadimos los altos índices españoles de desempleo y precariedad laboral, resulta comprensible el drama que millones de familias trabajadoras están sufriendo. Es de temer que se queden cortas las medidas de emergencia tomadas por el gobierno: asunción del costo de todos los ERTE presentados por las empresas y establecimiento de un ingreso mínimo para las familias más necesitadas, así como la exención o la reducción de diversas cargas fiscales a pymes y autónomos.

La crisis puede ser de tal calado que estas y otras medidas que se anuncian a corto plazo no van a evitar el cierre de pequeños negocios, la reducción de plantillas en numerosas empresas y el consiguiente incremento del paro y la precariedad para muchos miles de personas.

Pero a pesar de la oportunidad que la pandemia suponía para revisar y corregir las grandes líneas del proyecto capitalista, si es que a la lógica de buscar el máximo beneficios -arrasando derechos y recursos naturales si hace falta- se le puede considerar un proyecto para la humanidad, las respuestas que se están dando desde las altas esferas del poder político y económico distan mucho de orientarse hacia la búsqueda del bienestar y la salud del conjunto de habitantes del planeta. Y es que no se puede ignorar que aunque el virus de marras no distingue de clases, ideas ni nacionalidades, lo cierto es que sus letales consecuencias las están sufriendo principalmente los sectores más empobrecidos. A mayor dificultad para acceder a unos sistemas de sanidad públicos y eficaces, a unas residencias de mayores que sean un buen servicio público y no un suculento negocio privado, se eleva exponencialmente el riesgo de morir incluso antes de ser atendido.

Las recetas de los expertos no han cambiado en lo esencial desde hace décadas. Se basan en dar prioridad absoluta a los grandes capitales para seguir destruyendo el planeta y a quienes lo habitamos, en poner dinero público para salvar negocios como las compañías aéreas, los bancos, los operadores turísticos, las grandes marcas del auto y la construcción de faraónicas y costosas infraestructuras, a mayor gloria del dinero y las cotizaciones en bolsa. Da la sensación de que lo que determina las condiciones y duración de las medidas tomadas por los gobiernos contra la pandemia del coronavirus son las presiones de los poderes económicos y no las indicaciones del personal sanitario o científico.

Desde el bando que viene perdiendo casi todas las batallas de la ya larga lucha entre clases tampoco es que las alternativas para la nueva normalidad -que será igual o peor que la normalidad en la que veníamos sobreviviendo- brillen por su radicalidad y rupturismo. Con el Covid-19 hemos pasado de la incredulidad, sembrada desde arriba, al miedo y el desconcierto paralizantes. Salvo algunas excepciones de autoorganización en los barrios y las protestas delante de varios hospitales, poco más se ha hecho que seguir los habituales debates en las redes o las rondas de aplausos desde el balcón. Tal es el grado de paralización y confusión, que la extrema derecha ha visto su gran ocasión para manipular y capitalizar este tiempo de estupor y falta de salidas por el ala izquierda.

A pasar de todo, aunque parezca que vamos a perder otra oportunidad, estamos obligados a no rendirnos. Bien es cierto que nos van a decir que ahora no es el momento; que hay que apoyar a un gobierno que hace lo que puede a favor de los de abajo y, sobre todo, que tengamos cuidado con no provocar que vuelva (o que nos traigan) el fascismo.
Por el contrario es la recuperación de las calles, de la lucha, de las utopías y los sueños de libertad y justicia, lo que puede darnos fuerza para resistir y seguir avanzando, para contagiar a la mayoría social las ganas de cambiar el errático rumbo que una minoría privilegiada nos impone.

La crisis que hemos vivido nos ha enseñado (o debería haberlo hecho) que nuestras propuestas y reivindicaciones siguen siendo más justas y vigentes que nunca; por mucho que nos digan que son imposibles de conseguir. En CGT sabemos que la lucha que se pierde es la que no se inicia.

Nuestra defensa durante todos estos años de los servicios públicos (sanidad, enseñanza, cuidados a dependencia y mayores, etc.) es incluso más necesaria y válida hoy. La exigencia de la reducción de la jornada laboral, el adelanto de la edad de jubilación y la renta básica; el reparto del trabajo y la riqueza en definitiva, son la única alternativa realista a la pérdida de puestos de trabajo que a todas luces parece inevitable. La apuesta por redes de consumo y producción ecológica, por las energías renovables, por las formas tradicionales de cultivo e intercambios, por el transporte sostenible son opciones eficaces para detener el cambio climático y mitigar el éxodo de los pueblos expoliados.

Ya sabíamos y ahora hemos comprobado que todos los seres humanos somos una gran familia, que no podemos aumentar indefinidamente nuestro consumo a costa de la escasez y la miseria para otros zonas de la Tierra. La solidaridad sigue siendo el más eficaz antídoto contra el racismo, los odios y las guerras.

Con todo, esta tremenda y dolorosa crisis sanitaria se acabará superando, como se han superado otras en épocas pasadas. Lo que sería imperdonable es que renunciásemos al deseo de cambiar un mundo que no nos gusta. Y para cambiarlo se necesita que sea la gente la que impulse un sindicalismo de lucha y transformación, la que se organice en el barrio y en las zonas rurales y cree redes de apoyo y participación, la que transforme la escuela y la cultura poniéndolas al servicio del aprendizaje y la felicidad de la clase trabajadora y no en las manos del poder para que moldeen seres sumisos y acríticos.

Antonio Pérez Collado

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